miércoles, 6 de febrero de 2013

5 de 50: Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes

Esta entrada es parte de mi reto de Leer 50 libros en 2013
Y se me quedó plantado, delante, como haciéndome cara, te lo juro, que me asustó, «¿quién ha vuelto los libros?», «pues yo», le dije, y él dijo: «los libros eran él», ya ves qué salida, que así, tan llamativos, con esas pastas, no son luto ni cosa parecida, porque tú ya sabes, Valen, cómo hacen ahora los libros, que parecen cualquier cosa, cajas de bombones o algo así, que dan más ganas de comerlos que de leerlos, ésta es la verdad, que vivimos en la época de los envases, hija, no me digas, que en todas las cosas vale más lo de fuera que lo de dentro, que es una engañifa y una vergüenza, figúrate en un caso así, tú dirás, con un muerto en casa y todo rodeado de colorines, al demonio se le ocurre, que yo, ya me conoces, tuve la santa paciencia de volver libro por libro, menos mal que los paños negros tapaban la mayoría, que si no, la mañana entera, como lo oyes, menuda trabajina, si no se ve no se cree.

Origen: Librería Libros Libres (Madrid)

La forma de Cinco horas con Mario muestra, en primer lugar y con brillantez, cómo la voz que critica los defectos ajenos con deleite se pone en evidencia por sí misma. A través del monólogo (marcadamente partidista) de Carmen con su difunto marido Mario verdaderamente llegamos a entender, sutilmente, todo lo que calla, e incluso al propio Mario, ya sin oído con el que escuchar ni voz con la que replicar a las críticas de su mujer. Y más aún, lejos de dejarnos convencer por nuestra única confidente y narradora, nos precavemos de ella y hasta llegamos a congeniar, compadecer y hasta admirar a su ya fallecido marido, supuesto culpable de tantos delitos de rebeldía y cabezonería. Sin embargo, ni aún cuando a ratos la intransigencia de Carmen nos puede inclinar a detestarla, siempre llegamos a comprender que el origen de su visión del mundo le ha sido impuesta por unos patrones familiares y sociales dogmáticos, recios, aparentes, y, a fin de cuentas, hipócritas.
Es como lo de José María, cuando sale Charo con que dijo antes de matarle que no era la primera vez que un justo moría por los demás, ganas de hablar, que a saber qué dijo José María si es que dijo algo, que estaría muerto de miedo y rezando el Señormíojesucristo, como todos en ese trance, natural. La gente de la cáscara amarga, por la cuenta que le tiene, es muy aficionada a sacar frases y a pulirlas como a los dorados, que hay quien se alimenta de frases como yo digo, qué aburrimiento. Hay que ver la guerra que te dan a ti las palabras, cariño, que lo que dice Valen, a fuerza de darlas vueltas en la cabeza ya no sabes dónde pones los pies, que luego queréis arreglar el mundo y no sabéis de la misa, la media, que éste es el chiste, y os creéis que lo sabéis todo.
Ella (Carmen) ha recibido todas aquellas pautas y las ha absorbido hasta el tuétano, ha hecho de ellas su identidad y su forma de encajar cómodamente en el engranaje social. Y por avatares de la vida termina casada con su opuesto, un eterno insatisfecho con la sociedad (franquista en España, ya que en esa época se ambienta la novela) e idealista, creyente en un mundo más justo y más honrado. Y este es el eje opuesto sobre el que vertebra la novela, esa dualidad entre la comodidad y la rebeldía, la honradez moral y la hipocresía involuntaria, lo teórico y lo práctico, el dogma y la duda, lo opaco y lo traslúcido.
Te digo que cuando caíste malo, los nervios o lo que fuera, descansé, alabado sea Dios, cada uno a su casa y todos tranquilos, ¡qué a gusto me quedé! Y otro tanto con las comidas, cariño, que ni agradecido ni pagado, porque ¿me puedes decir, zascandil, de qué me servía contigo pasarme toda la santa mañana en la cocina? Para ti el caso es engullir, como los pavos, que nunca miraste lo que comías, calamidad, que no sé si por gula o qué, pero bien poco te lucía, la verdad, que yo recuerdo en la playa, el espíritu de la golosina, hijo, y luego tan blanco y con las gafas, dabas grima, de avergonzar a cualquiera, que yo, fuera de broma, prohibiría a los intelectuales arrimarse al mar, ¡qué cosa más antiestética!
Me obligo a escribir sobre los libros que leo, pero en ocasiones, como es el caso, uno no puede decir mucho porque el escritor le ha dejado sin palabras, y no es posible transmitir (ni siquiera conocer) los muchos mensajes sutiles que se han recibido de la lectura. Y menos con una novela como esta, donde los matices psicológicos son tan abundantes que su análisis podría ser interminable. Pese a todo, aclararé dos aspectos que, más allá del provecho que se pueda sacar de la historia, me parecen importantes para disfrutar de este libro: primero, que es fácil de leer. Tras la introducción, el monólogo de Carmen es muy dado a ser leído de carrerilla, todo seguido, un no parar, lleno de frases interminables, llenas de comas, como si de un río se tratase, todo seguido, sin importar las repeticiones, todo pensamientos enlazados. Y en segundo lugar, que llega a ser considerablemente divertido. Tanto por la forma de expresarse de Carmen como por sus ocurrencias, puede provocar una sonrisilla fácil en muchos momentos.

¿Lo peor? Llega a un punto en la novela, en la segunda mitad, en la que el monólogo parece un poco estancado y nada de lo dicho parece nuevo.
¿Lo mejor? Todo lo demás, especialmente lo bien tratada que está la voz de Carmen y lo que nos hace recapacitar Mario desde ultratumba.