jueves, 24 de octubre de 2013

Queremos que el cine siempre sea una fiesta

Esta noche he visto "El mayordomo" en el cine, pero la película ha sido lo de menos.

Como algunos ya sabréis, estos tres últimos días ha habido una promoción en los cines por la cual, con un ticket fácil de conseguir por Internet, se podían comprar entradas para cualquier película por unos 3 euros. Y la respuesta del público ha sido brutal. He ido con mis hermanos a ver una peli pero, ingenuos de nosotros, hemos llegado con tan solo 20 minutos de antelación para la hora en la que proyectaban todas las del Van Golem. No había cola en la taquilla, como yo había imaginado. Había cola para entrar al cine. Una cola ancha cuyo final no se veía desde la puerta del cine. Junto a las taquillas, una trabajadora del cine se acercaba de vez en cuando a los que miraban impotentes las persianas cerradas de las ventanillas y les decía que ya no quedaban entradas para ninguna película.

QUE NO QUEDABAN ENTRADAS PARA NINGUNA PELÍCULA.

Una de esas cosas que uno ni se había planteado que llegaría a ver jamás, a estas alturas. Algo que suena surrealista teniendo en cuenta la situación a la que nos hemos acostumbrado que estén los cines: vacíos.

Pues allí estábamos, sin entradas pero fascinados por la situación, cuando he visto que un grupo de señoras intentaba devolver sus entradas a la taquillera. Casualmente una de ellas era la madre de un amigo, así que la he saludado y le he preguntado que por qué querían devolver las entradas. Me ha dicho que era por la cola, que era tan grande que creían que no podrían entrar. Entonces le he ofrecido comprarle las entradas que querían devolver. Eran 3, nosotros 4, al final sólo hemos cogido 2 porque mis otros 2 hermanos no querían coger la tercera. Pero nos hemos ido los 4 a buscar nuestro sitio en la cola. Personalmente, creía que la cola llegaba hasta el final de la calle (lo que ya la hacía bastante larga), pero al llegar al final de la calle la cola giraba en la esquina y seguía hasta la siguiente esquina, donde volvía a girar. No era una cola de a uno, no, era una cola de mogollón de gente en cada punto. Un rebaño, una turba, como queráis llamarlo. Nos hemos puesto al final de la cola y más gente ha ido añadiéndose hasta llegar al final de esa (tercera) fachada.

Aquello era insólito. Una señora que pasaba por la calle nos ha preguntado que para qué hacíamos cola y no se lo creía cuando le hemos dicho que para el cine (que, como ella sabría, estaba en el lado opuesto del edificio). Mis hermanos y yo, lejos de amargarnos por estar tan lejos en la cola, nos hemos echado unas risas comentando lo gracioso y extraño de la situación. Teníamos asumido que entraríamos ya a mitad de película, con lo cual, al final, el precio sería más o menos como pagar el habitual de las películas (por lo que íbamos a ver: la mitad). Al final, sin embargo, la cola ha ido sorprendentemente rápida y aunque no hemos llegado a los anuncios, sí que hemos entrado justo a tiempo de verla empezar.

Nos hemos sentado en la última fila, donde había un par de huecos libres sueltos pero un puñado de gente se han desplazados todos un sitio para dejarnos a mi hermana y a mí sentarnos juntos. El cine estaba completo. Yo lo primero que he estado mirando no ha sido a la película sino a la gente. El público estaba silencioso casi por completo (mi hermana hacía algún comentario en voz demasiado alta de vez en cuando). En las gracias, se oía una carcajada general. Lágrimas no he oído, mira. Al final, la gente se ha arrancado en un aplauso general sin complejos (no como los tímidos e incómodos que recuerdo de las últimas películas que he ido a ver al cine).

En definitiva, ha sido toda una experiencia que ni soñaba presenciar en estos tiempos y que, pese a que haya sido algo tan explosivo por la situación previa o una buena promoción puntual, creo que demuestra que a la gente LE GUSTA y QUIERE IR AL CINE. Pero es que los precios que se manejan hoy en día son dolorosos de pagar. Además, que uno de los encantos del cine es apostar por una película (no ir sólo a la que estás seguro que te va a gustar), y con precios tan altos eso no se hace ni de coña.

Desde luego, el IVA cultural tiene su parte que ver en los precios, pero estos ya venían hinchados de antes. Espero que los que determinan estos precios se planteen alguna solución que nos permita ir MÁS A MENUDO y POR MENOS DINERO al cine, y que de esta forma también se beneficie toda la industria que hay detrás de una proyección cinematográfica. Que el cine sigue teniendo su magia.

jueves, 3 de octubre de 2013

NO LO SÉ

 

   Incluso lo aparentemente novedoso, extraño y desconocido puede tener una familiaridad que despierta en nosotros recuerdos, algunos olvidados. Una de estas conexiones me ha me ha llevado a rememorar algo sobre muchos de mis profesores. Y es que hay algo que muchos necesitan decir más a menudo y sin embargo es muy muy raro que lleguen a admitir: «NO-LO-SÉ».

    De esto, uno, siendo niño, no se da cuenta más que con el tiempo. Pero yo diría que hacia la ESO, cualquiera un poco avispado ya se ha dado cuenta. Muchos profesores solicitan, o dicen aceptar, preguntas, pero cuando estas se salen del espectro del libro de texto, una triste mayoría de profesores (hablo por mi experiencia, claro) son incapaces de contestar a las demandas menos obvias. Lo sé de primera mano porque siempre he sido preguntón.

   Algunos profesores, los mejores, conocen su materia y son capaces de responder a la mayoría de las preguntas con precisión.

   Algunos, los menos, conozcan o no su materia, cuando no están seguros de la respuesta que podrían dar, lo manifiestan, probablemente teorizan alguna posibilidad y buscan o prometen buscar una respuesta satisfactoria para la clase [Porque cualquier pregunta planteada por uno, sea buena o penosa, se convierte en una pregunta de toda la clase].

   Pero muchos, demasiados, no son capaces de admitir que no tienen ni idea de tal cosa en concreto y se ponen a probar suerte. Juegan con ambigüedades e imprecisiones, y como habitualmente son torpes hasta para moverse por esos terrenos, se les escapan ciertos modificadores del lenguaje que el oyente atento puede interpretar rápidamente como lagunas claras de conocimiento. Y se quedan tan contentos.

    Algunos de estos últimos se atreven a preguntar si aquello ha respondido a tu pregunta. Dependiendo del transfondo del profesor del que venga, es un gesto que puede ser de honestas ganas de responder adecuadamente o (más a menudo) un ofrecimiento de tregua para que pares con las preguntitas de los cojones. Que si replanteas la pregunta te la van a desresponder igualmente. Paradójico pero patente.

    La conclusión es que, tristemente, a unos cuantos les parece que sacar el diccionario es más señal de debilidad que de inteligencia.

Praga, septiembre 2013