sábado, 3 de enero de 2009

Trastorno risotil

Tal día como aquel, no pudo evitar llorar de la risa. Nada más despertar comenzó a carcajearse sin contención. Al ir a desayunar asustó a su madre, que reaccionó como un muelle que deja de ser aplastado de pronto. Esto causó precipitaciones moderadas de leche, que dieron paso a un aumento del volumen risotil. Por la calle la gente le ladraba y los perros le pedían que se callara. Yo que lo oí he de admitir que pese a lo jocoso que parecía resultar, sus risotadas eran histriónicas y más bien molestas al paladar. Fue expulsado de clase antes de entrar, por ofensa a la seriedad pública, pero era imposible averiguar si el pobre estaba sufriendo tras aquellos lagrimones agridulces que tenía que apartarse a manotazos para no ahogarse. Sus pulmones rebotaban entre las costillas con un pulso rítmico, que un violonchelista que se le cruzó pudo determinar como allegro. La lengua se le comenzó a secar de tanta sacudida al aire, la mandíbula se le abría y abría por momentos, de forma que sus muelas inferiores apenas eran capaces de distinguir allá a lo lejos a las superiores, vibrando violentamente como ellas. Volvió a casa caído y agotado de la risa, sin poder detener tal fenómeno. Se arrastró hasta su habitación, donde comenzó a aporrear la alfombra con el puño cerrado y a revolcarse de uno a otro lugar del cuarto sin posibilidad de abrir los húmedos ojos ni de cerrar la tensada boca.
Tuvo que atenderle un médico para que pudiera dormir. Según dijo el doctor, era una suerte que no hubiera fallecido de la risa.
A la mañana siguiente, no pudo evitar reír de los lloros.