Foto de Quinn deEskimo
Últimamente he leído muchos consejos de escritores para escribir, entre otras cosas debido a la serie de decálogos que estoy traduciendo. La mayoría insiste en la perseverancia en el escribir. Siempre hay que escribir, seguir escribiendo, en principio no importa cómo ni sobre qué, lo importante es hacerlo. Sin embargo no recuerdo que ninguno se pare sobre el que, a mi parecer, es el momento más esencial de la escritura: el decidir sobre qué se va a escribir.
Se puede contar por contar, se puede querer hablar sobre algo y no saber bien por qué se quiere hablar sobre ello, y puede que escribiendo sobre ello se descubra un mensaje (que no moralina) oculto en aquella idea primigenia. También se puede tener claro qué se quiere decir, no habrá dudas en ese caso, al menos sobre lo primordial. ¿Pero qué ocurre si se quiere escribir, se quiere decir cosas, y sin embargo no sabe uno por dónde empezar, ni qué temas quiere tratar? El arte está muchas veces en el dedo índice del artista: lo que él señala, lo que elige, sobre lo que él se para es lo que se convertirá en pieza de arte. ¿Cómo decidir a qué darle más importancia? ¿Cómo estar a la altura de esa responsabilidad? ¿Por qué dedicar tiempo y esfuerzo en un proyecto y no en otro? Creo que estas preguntas se ignoran con frecuencia y la respuesta implícita que se le da es la de seguir el instinto.
Cortázar sentía que algunos temas, o anécdotas, le atraían de tal forma que se veía casi obligado a tratarlos (el texto en el que habla sobre esto es de lo poco que he leído de un autor consagrado sobre la elección del tema de la escritura: Aspectos del cuento). En ocasiones le puede ocurrir algo parecido a cualquiera, y la fuerza que guía el impulso de esa escritura es la del instinto puro. En dichos momentos escribir es una gozada e incluso un alivio. ¿Pero qué ocurre cuando uno quiere escribir y no tiene esa idea arrolladora deseando salir de su cabeza, o cuando el ímpetu de aquel pensamiento maravilloso ha menguado hasta paralizarse y volverse apático? ¿De verdad es tan bueno el escribir como fin en sí mismo o merece la pena dedicarle más reflexión al asunto que se elige tratar? ¿Y en tal caso, cómo hacerlo, y hasta qué punto? Si tuviera respuestas concretas a estas preguntas intentaría ponerlas en práctica, porque esta cuestión me parece terriblemente crucial y subestimada.
Por el momento mi única respuesta posible es la que practico (también ahora mismo, en este texto), que consiste en empezar a desarrollar un argumento por escrito (cuando aún sólo tengo una vaga idea de lo que quiero tratar) e ir pensando sobre él mientras avanzo, poco a poco. La ventaja es que es fácil recordar tu propio proceso mental porque lo tienes por escrito. Pese a todo, no es mi actividad favorita, por mucho que escribir me encandile, porque tiene bastante de obligación e introspección en la ignorancia propia, y en esos fangos no es agradable hundirse. Al final, sin embargo, uno suele encontrar algo en aquellas arenas movedizas, y eso le permite salir de aquella pringosa situación orgulloso por lo hallado, aunque el tesoro sea un nuevo atlas lleno de preguntas por contestar, o ciénagas por explorar.