lunes, 26 de agosto de 2013

Carta sin mandar

Foto de Sam Javanrouh

Querido Roldán,

   ¿Tienes activada la telepatía? Espero que no sepas cuánto te echo de menos, porque quizá sea demasiado. Esto iba a ser una postal, pero me he dado cuenta de que se me iba a quedar muy pequeña. ¿Cómo te va todo? Pregunto por preguntar, sé cómo te va: genial. Al menos, así lo parece por las noticias que me llegan de ti. He visto que no has parado de viajar, ¡qué envidia! Más que preguntarte sobre qué haces debería preguntarte qué no haces. En cuanto a mí... no quiero sonar derrotista, pero es cierto que no hago nada. En realidad nunca he hecho nada de nada. No me malinterpretes, sí que hago cosas, claro, me mantengo ocupada, pero no hago nada nuevo, nada que me haga sentir que vivo por un motivo, que avanzo. Perdón por ponerme dramática, esta soy yo. Creo que es una faceta de mí que jamás llegaste a conocer, aunque hubo momentos en que pudiste intuirla (quizás lo hiciste, pues tuviste simpre el tacto suficiente para no indagar demasiado en ella). A veces pienso que te encandilaste de mí por equivocación, creyendo que yo era de los tuyos, una nómada, una despierta, una aventurera. Y entiendo que lo creyeras, pues es cierto que lo aparenté, contigo. Pero ya hace varios meses que no nos vemos y voy recordando quién soy, porque me temo (aún tengo mis dudas) que soy esta: la sedentaria, la dormida, la casera.

    Creo que no debimos despedirnos como amigos. Quisimos hacerlo todo bien, demasiado bien, y salió mal, al menos para mí. Creo que si nos hubiésemos dejado cegar por el amor, y nos hubiésemos mentido, y hubiésemos dicho «Para siempre, para siempre, no importa la distancia», el tiempo y la distancia nos habrían puesto en nuestro lugar y habríamos aprendido que somos jóvenes, que cualquier rato es un siempre, que la distancia sí importa. Lo teníamos que aprender. Pero quisimos ser más listos que todo, que el futuro, que el tiempo, que el amor mismo, que las otras parejas. Y predijimos que éramos jóvenes, que cualquier rato es un siempre, que la distancia sí importa. No lo sabíamos. Yo, al menos, no lo sabía. Todo es muy bonito de cara al tendido, y así lo mantenemos; eso no lo podemos quebrar con palabras. Porque jamás te voy a decir esto. Tan sólo dejaré, si aún eres capaz de leerme el pensamiento como solías, dejaré que uses tu telepatía. Yo he perdido la capacidad contigo. Necesitaba tenerte cerca para leerte. Mi telepatía era más kinética; funcionaba aún mejor con el tacto. Pero tú eras el experto en la telepatía sin contacto visual, no sé cómo; no he conocido a ningún otro hombre capaz de algo similar. Podías preguntarme de pronto por esa amiga de la que yo estaba preocupada debido a algo que aún no te había contado. O me llamabas al móvil para invitarme a cenar cuando estaba a punto de marcar tu número para proponer lo mismo. O me soñabas con el pelo corto cuando estaba pensando en cortármelo. Tú siempre fuiste el increíble con ese superpoder y me pregunto si aún serás capaz de ejercerlo conmigo. Me pregunto si cuando leas la breve y superficial postal que al final te enviaré, serás capaz de conectar conmigo, y leer más allá, y percibir un sentimiento mal apagado, y una pena mal escondida, y un «todavía» mal expresado. Estoy segura de que si nos viéramos, me leerías a la primera. Por eso te he evitado en cualquier medio que implique inmediatez, como el teléfono, o Internet. La otra carta que te mandé no pude evitarla, fue superior a mis fuerzas, pero en ella me esforcé por contenerme.

    Sigo esforzándome por contenerme, porque de alguna forma sigo temiendo que me leas la mente, y no quiero que descubras que soy débil, que no fui capaz de interiorizar nuestro pacto. Pero al ponerme a pensar sobre qué escribirte en esa escueta postal no he podido fingir más, y he tenido que venirme a este papel, y ponerme a escribir esta carta que jamás te enviaré para decirte esto que nunca te diré. Y dejaré las verdades a medias para la postal.

    Esto es lo que nunca te diré: nunca conseguí volver a ser tu amiga.

Silvia

domingo, 25 de agosto de 2013

Leyendo Momo a Felisín

   Le estoy leyendo Momo a Felisín en ratos sueltos. A mitad del capítulo 3, Félix espera a que termine una frase para salir disparado mientras dice ¡Tengo que echar un truño!

   Ya estoy aquí, dice. Vuelve y escucha un rato, más o menos quieto. De pronto, vuelve a salir de la habitación. ¿Adónde vas?, le pregunto. Espera, dice. Viene con un guante de nieve puesto en la mano izquierda, e intentándose pasar por la cabeza una especie de prenda amarilla y fluorescente. Le pregunto que qué es eso. Es de la policía, responde. Y sí, en aquella especie de banda fluorescente con agujero pone algo así como Policía Municipal. Félix escucha atento unos minutos más. En una pausa, aprovecha a preguntarme: ¿Sabes qué es?, me señala el guante. ¿Qué? Mi guante de disparar. Y finge disparar una pistola. Muy de vez en cuando interrumpe con dudas, pero estoy seguro de que entiende menos palabras de las que pregunta. A veces repito y cambio frases para que le quede más claro.

   Aguanta hasta el final del capítulo atento, incluso expectante. Le pregunto si quiere que le lea el siguiente y me dice que sí. No tarda en desaparecer de nuevo. Cuando vuelve, me pide ayuda para ponerse la pareja del primer guante. Una vez tiene los dos puestos me pide que los ate entre ellos, con una especie de enganche-mosquetón que tienen. Lo hago. ¡Oh, no, estoy preso!, exclama con una risita. Sigo leyendo y Félix no deja de juguetear con los guantes. Y así termina el capítulo cuarto. Otro, pide. Vale. Pero espera, y vuelve a salir corriendo de la habitación.

   Me espero un rato tirado en la cama, pero no vuelve. Sigo a mi aire y Felisín no vuelve a aparecer por la habitación. Otro día más.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Adiós al Reto de los 50 libros

Se acabó. Me he hartado. Con la presión de leer para reseñar y para cumplir un cupo estoy perdiendo el gusto por leer tranquilamente. Así que abandono el reto, que de todas formas ha ido pobremente en los últimos meses.

Como me gustan los numeritos, aquí van unos cuantos.
La cuenta se queda en 18 lecturas, de las cuales:

Por idioma original
Escritas en español: 10
Escritas en inglés: 5
Escritas en italiano: 1
Escritas en latín: 1
Escritas en portugués: 1
Leído en versión original: 2 (Waiting for Lefty y Messagem)

Por género
Novelas: 9
Recopilación de cuentos: 3
Teatro: 3
Poesía: 1
Ensayo-ficción: 1
Otros: 1 (La biblioteca del náufrago)

Las vomitonas sobre cada libro, aquí: 50 libros 2013.

Ultimamente he leído también los cómics El garage hermético, de Moebius, y Loveless (1 y 2), de Azarello y Frusin. Mientras escribo esto estoy a mitad de La manía de leer, de Víctor Moreno y Hay una guerra, de Roger Wolfe.

Espero que la renuncia a esta autoimposición me haga recobrar el gusto de coger un libro con naturalidad. Creo que tanto la angustiosa cuenta, como el leer con la intención de reseñar lo que leo me está bloqueando.

Entre los leídos, mi favorito ha sido La tregua, de Mario Benedetti. Seguido de Cinco horas con Mario, de Delibes.

Hasta otra idiotez.

domingo, 4 de agosto de 2013

Una teoría rápida sobre el consumo dramático

Autor: Oleg Shuplyak
    Una de las razones por las que nos sumergimos en ficciones es porque las historias le dan un sentido al dolor y las emociones. Un sentido que en la vida real no llega a tener, por lo común, una consistencia tan clara. Por ello, aunque al consumir estas ficciones suframos o sintamos fuertes pasiones (muchas de las cuales podemos aborrecer: pena, tristeza, etc.), recibimos algún tipo de placer al ser testigos de estos dramas. Además, podemos desapegarnos de ellos y retomarlos cuando sea necesario. Precisamente porque son dramas virtuales y no reales volvemos a ellos, porque nos hacen sentir emociones sin tener el contrapunto de ser dramas reales, y en consecuencia verdaderamente terribles.

   En la ficción las reglas de la empatía son otras. Al seguir a los personajes en sus evoluciones vitales, solemos juzgarlos mucho más por su personalidad y trasfondo que por sus actos, que en muchas ocasiones repudiaríamos, de conocer sólo las consecuencias (véase el ejemplo actual de Dexter, o el clásico de Raskólnikov, de Crimen y castigo, pero se aplica a otros tantos más personajes de los que pueblan libros, películas y series).

   Las historias son invenciones cargadas de sentido. E incluso aunque no pretendan tenerlo, tendemos a buscárselo. El sentido en su forma más básica es la unidad (de unión). Y toda historia tiene una unidad. Al construir una historia (no importa real o ficticia) se hace un proceso de selección: qué elementos son importantes para el entendimiento y enriquecimiento de la historia. Ese criterio de selección, sea cual fuere, da unidad a la historia. Y de esa unidad se pueden extraer significados, que podemos entender como sentidos. El sentido no tiene por qué ser el adónde va, la supuesta finalidad de la historia (esto tendería a ser una moraleja); puede ser perfectamente el de dónde viene. En cualquier caso, es una carga latente en cualquier discurso narrativo.

   La realidad, lo que a veces llamamos "la vida", no comienza en un punto y termina en otro. Nosotros marcamos esos límites. Pongamos por caso una biografía. ¿La historia de una persona comienza con su nacimiento? ¿O con sus padres? ¿O mucho antes? ¿O cuando empieza a tener uso de razón? ¿O cuando hace algo remarcable? Las respuestas variarán dependiendo de la historia que queramos contar. Como tal, la realidad es un continuo discurrir en el que tan sólo nuestra memoria marca los momentos que considera clave. En ese sentido, la falta de "unidad" de la vida nos puede resultar instatisfactoria. Por eso considero posible que una de las principales razones por las que nos enganchan tanto las historias es porque suelen tener una unidad compacta, un sentido empaquetado, por así decirlo, fácil de notar y entender. Que dependiendo de su contenido nos hace digerir el conjunto de una forma u otra, pero en general nos complace en nuestra habitual búsqueda (consciente o no) de sentido.

sábado, 3 de agosto de 2013

Crónica de una desdicha

   Esa mierda de que los sueños se cumplen si luchas por ellos es mentira. Desde niña, mi gran sueño ha sido ser camarera. Recuerdo cuando acompañaba a mi padre al bar, normalmente hasta altas horas de la noche, cómo esos seres míticos se movían con gracilidad para servir cañas, tapas y cacahuetes. Había una camarera en especial que me inspiró. Nunca parpadeaba, se le marcaban los huesos de la frente y era capaz de servir a cuatro clientes al mismo tiempo. Aquello eran superpoderes. Además, fue la primera mujer que conocí con cojones. Cuando era la hora de cerrar,  y yo le pedía a mi padre por favor que voliéramos a casa ya, mi padre no me hacía ni caso. Me palmeaba la cabeza e intentaba pedir otro vino. Pero entonces ella, la camarera con superpoderes, crecía en tamaño y fuerza y soltaba un berrido que hacía salir a mi padre a trompicones por la puerta.

   Mi madre me compró una cocinita, pero la usaba mi hermano, que era al que le gustaba eso, y cuando hacía sus platos de plastilina yo se los servía a las muñecas y los peluches. En las comidas, yo me encargaba de poner la mesa y repartir la comida, cosa que a mi padre le daba igual, pero que a mi madre no le hacía gracia. Un día mi madre estalló: "¡Hay cosas que una niña no puede hacer! ¡Si quiere servir, que se busque su marido!". A partir de ese día me tuve que conformar con llevarle latas de cerveza y bocadillos a mi padre cuando veía la tele, hasta que lo descubrió mi madre. Me sentía tan frustrada que mi entretenimiento favorito se convirtió en esperar junto al fregadero para poder servir un vaso de agua si alguien venía a echárselo.

   Cuando terminé la ESO dejé mis datos en todos los bares del barrio, pero ninguno quiso contratarme sin tener estudios superiores, así que me puse con el bachillerato y la universidad, para ser una camarera de provecho. Con tan mala suerte que en la universidad hicieron un casting para una película ¡y yo no me presenté ni nada, pero me vio un ojeador y me quiso meter en la película! Yo dije que no y que no, por supuesto. No me ofreció más que dinero y fama. Yo lo que necesitaba era realización personal, sentir el placer de tirar una caña y sacar la espuma justa, o echar un mosto sin mirar el vaso... Pero se enteraron mis amigas y mis padres y me hicieron ver que a veces, para alcanzar nuestros sueños, primero tenemos que sacrificarnos un poco, ir a lo seguro, ganar un salario mínimo e ir ahorrando, etcétera. Con eso en mente, terminé vendiendo mi cara bonita por las perrillas que me ofrecían, con idea de no repetir la angustiosa experiencia nunca jamás. Pero la puta película tuvo que triunfar. Y mi cara, o mis tetas, se hicieron ultrafamosas. Y mi padre de pronto se acordó de todo lo que había invertido en mí durante 20 años. Cervezas incluidas. Así que de ahí a verme obligada a ser protagonista en una superproducción hubo un suspiro. Los millones, la fama, blablablá. Ni siquiera me puedo hacer mis propios cafés. Tienen a un chaval que me trae lo que necesite. Un horror.

   Ahora me quieren meter en política. Soy mujer, soy de clase obrera, soy popular. Dicen que represento tantas minorías que tengo la mayoría asegurada. Yo sólo quiero que me griten un piropo indecente desde el otro lado de la barra y poder cagarme en los muertos del borracho de turno. Asco de éxito. Así no me contratan ya ni en un club de stripteases. Paso de esa mediocridad de revista de cotilleos. Paso de servir al pueblo. A no ser que quieran algo para mojar el gaznate.

jueves, 1 de agosto de 2013

Furiosamente rápido hacia ninguna parte

Todo sigue furiosamente rápido hacia ninguna parte. El garaje está vacío. Las moscas molestan de vez en cuando, eso es todo. Aún me queda una botella de agua, un vaso y un grifo. Si tengo sed, bebo. Otras veces bebo sin sed, por aburrimiento. No hay nada nuevo en el horizonte. Los días pasan como un dolor acostumbrado. Sufro, por hacer algo. Tengo tiempo de sobra para sufrir. Así me agrada. Por lo menos puedo hacerlo bien, sin prisas. Todo lo demás lo postergo. Todo lo demás son cosas que tendría que haber hecho hace tiempo. Si me pusiera a hacerlo ahora, tendría que hacerlo con prisa. Por eso paso. El sol sale y pienso en cosas. Provoca una sombra curiosa y me sugiere algo. Me quema los labios y bebo agua. Pienso en el movimiento, y siento, como si lo supiera, todo moverse vertiginosamente; aunque todo lo que veo está quieto. Pero el mundo se mueve. Están todos por ahí, más allá de esa línea del fondo: corriendo, gritando y llenando los vacíos. Me hacen sentir responsable de su movimiento, y de la inutilidad de su movimiento, y entonces me concentro aún más en estar congelado, y sólo me muevo para abrir el grifo, o apartar una mosca. Pero mantengo los ojos abiertos. No veo nada nuevo, pero mantengo los ojos abiertos. Vuelvo a mirarlo todo otra vez, y si doy con un recuerdo feliz, lo que miro, el paisaje de siempre, se vuelve un poco más alegre y renovado. Me siento y repaso todas las posibilidades que se me ocurren. Mis posibles vidas, si me levantara de esta silla. Mis posibles yos. A veces pasa gente perdida por aquí. Nunca saludo. Nunca se quedan. Me imagino siendo ellos y no me convence. Los días vuelan, pero resisto. Termino creyendo que nunca moriré. Entonces, cuando me doy cuenta de que he vuelto a caer en la superstición, cojo un puñado de tierra del suelo y lo lamo, y mientras toso recuerdo que ahí están mis padres, y ahí mismo, ahí encima, no por mucho tiempo, estoy yo. Este clima, o quizás mi piel, es demasiado templado. No puedo distinguir las estaciones. Todo es demasiado templado. También este agua; nunca insípida, siempre sabrosa. Pero tibia. Igual que creí en mi inmortalidad, también creía que el grifo daba agua eterna. Esta vez no lameré tierra directamente; terminaré por hacerlo de todas formas. Vienen más moscas que de costumbre. Hoy no pasa nadie por aquí. El sol se va a poner. Tengo cosas pendientes. El garaje sigue vacío.



Inspirado en parte en El Viejo, de Mario Larrá.
Forma parte del proyecto Espiral de relatos.