A estas alturas, mantener un blog (o sea, BLOG, que mira cómo suena; y no es que españolizándolo en BITÁCORA consiga perder el óxido, como mucho le resta olor a rancio y lo perfuma de pedancia), mantener un blog, decía, que no se lee es una puta mierda. Con perdón. Perdón, no por la palabrota, sino por esos pobres blogueros (fíjate, suena peor que obreros) dedicados con fruición a su aislado reducto de nula repercusión. Y que sí, que tiene su poesía, su belleza ideal lo de mantenerse a contra-corriente y a-pesar-de-todo con la esperanza de que la perseverancia traerá grandes recompensas. Pero huele a pufete. Otra cosa que huele a pufete son los ñordos. Qué mal, ¿no?
Pero calla, que aquí está la risa. Que yo soy uno de esos idiotas incombustibles. A veces ardo, pero en general resucito si se me espera lo suficiente. Y miro al blog, a la bitácora, al tablón de escritos y pienso puf, qué pereza, tengo que pinchar algo nuevo para que la gente lo ignore. Qué viejo me siento sobre este caballo viejo. Pero vuelvo a cabalgar, porque me gustan los caballos aunque sean viejos a morir (estos son los más baratos), y aunque cuesten más que una moto y se cansen antes que una bici. Al caballo viejo lo puedes maltratar que no se queja. Una moto está buscando por dónde romperse. Venga, ¡a montar el caballo viejo, aunque esté muerto, el caballo zombi; que hay que aprender a montar, y hay que ser poeta, y ostiarse a cada rato, y volver a montar este caballo absurdo! ¡Con pasión! ¡Con desgana! ¡A tropezones! ¡Con ceguera fingida! ¡Con amor irónico!